Las maravillas que se pueden encontrar en el lecho oceánico permanecen ocultas a los ojos de los seres humanos e incluso las criaturas que llaman a esos lugares su hogar, han desarrollado sentidos más adecuados a sus necesidades que la vista.
Afortunadamente, los sirecornios ven en la oscuridad.
Había una vez una princesa sirecornia llamada Glittersea. El reino de los sirecornios no tenía fronteras, pues cualquier punto del amplio océano era territorio de los sirecornios, así que es difícil poder localizarlo en un mapa. Junto a una de las simas más profundas se alzaba el palacio del rey Horn, padre de Glittersea, construido con los cráneos de sus enemigas, las grandes ballenas susurrantes. El cómo un sirecornio había derrotado a semejantes monstruos, erradicando su especie de la faz de la tierra, y había utilizado sus restos para construirse una palacio para después coronarse rey, es materia de otra leyenda. Hoy vamos a hablar sobre aquel día en que Glittersea conoció a Rinkaku, la serpiente de un solo ojo.
Rinkaku era un reptil con suerte. O al menos eso pensaba él. Sí, había perdido un ojo cuando un tiburón había atacado a su familia, pero, ¿quién necesita dos ojos? La agudeza visual de Rinkaku no tenía rival y siempre había pensado que eso de la visión periférica estaba sobrevalorado. ¿Profundidad? ¿Quién la necesitaba? En las oscuras aguas donde las serpientes marinas vivían, cualquiera que apareciera a ojo de serpiente estaba muerto. A pesar de esa desventaja, Rinkaku había crecido fuerte y sano, sus escamas carmesíes relucían mientras se deslizaba, majestuoso, entre los corales luminosos. El mero brillo de su ojo, rojo y maligno, hacía que las criaturas marinas huyeran despavoridas. Y eso le hacía sentir poderoso.
Un día como otro cualquiera, mientras paseaba perezoso por su zona de caza habitual, su ojo se posó en una criatura que nunca antes había visto. Tenía un cuerpo esbelto y luminoso, mitad pez y mitad… algo más. Rinkaku no había visto nunca un caballo, un unicornio o tan siquiera un pony, así que no podía hacer comparaciones. La larga cola de pez era fuerte, adornada con escamas que brillaban con todos los colores del arco iris. La parte superior del cuerpo, tenía dos patas terminadas en aletas y un cuello largo que terminaba en una cabeza coronada por un largo cuerno. Largas crines blancas salían de ese cuello y se mecían al son de la corriente. El cuerno, de un blanco nacarado, brillaba por sus propios medios e iluminaba a la criatura al completo. Rinkaku se sintió fascinado. Era algo nuevo. Era hermoso. Era misterioso.
Debía ser destruido.
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