sábado, 30 de septiembre de 2017

Rinkaku (II)

La serpiente marina se estremeció, anticipando el placer de la caza. “Arrancaré ese cuerno luminoso de su cabeza y lo luciré como una corona”- pensó con anhelo- “Así todas las criaturas marinas me verán y sabrán lo hermoso y poderoso que soy” Poniendo cuidado de permanecer escondido entre las rocas, Rinkaku se aproximó a la criatura, que nadaba en círculos ajena a su presencia. Glittersea había perdido el colgante que su padre le había entregado. Tenía forma de estrella y lo habían tallado los mejores artesanos sirecornianos con un extraño material que había caído al océano envuelto en una esfera de fuego, varios cientos de años atrás. Ese colgante se había entregado a cada uno de los futuros reyes del mar y el rey Horn no iba a estar nada contento si su hija no lo encontraba. La princesa escrutaba el fondo marino con ansiedad, esperando captar algún destello del preciado colgante, tan concentrada que la oscura sombra de Rinkaku deslizándose a su alrededor le pasó desapercibida. -¿Puedo ayudarte? Glittersea chilló por la sorpresa. Una gran serpiente marina estaba enroscada sobre las rocas, a su lado. Con la cabeza ligeramente ladeada, clavaba un único ojo carmesí sobre la princesa. -Me has asustado -La sirecornia estaba un poco molesta por haber sido pillada desprevenida. La serpiente no hacía movimientos amenazantes y solo parecía mirarla con curiosidad. Dudó si confiar en la desconocida criatura durante unos segundos, pero se decidió pronto: su colgante no tenía precio, pero si no lo encontraba iba a valer bien poco. -No quería molestar, -dijo Rinkaku, con voz susurrante -pero pareces necesitar ayuda… y yo no tengo nada que hacer. La serpiente siempre se había sentido orgullosa de su voz. Era capaz de matizarla de tantos modos diferentes que parecía magia. Capaz de utilizarla tanto para amedrentar como para convencer, la serpiente intentaba ahora parecer confiable y generoso. -¡He perdido mi colgante! -Estalló Glittersea, con lágrimas en los ojos - Mi padre me matará si no lo encuentro… Rinkaku siseó con suavidad, deslizando su lengua bífida sobre sus colmillos. La cosa se volvía cada vez más y más interesante.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Rinkaku

No hay nada más oscuro que las fosas más profundas del océano.
Las maravillas que se pueden encontrar en el lecho oceánico permanecen ocultas a los ojos de los seres humanos e incluso las criaturas que llaman a esos lugares su hogar, han desarrollado sentidos más adecuados a sus necesidades que la vista.
Afortunadamente, los sirecornios ven en la oscuridad.
Había una vez una princesa sirecornia llamada Glittersea. El reino de los sirecornios no tenía fronteras, pues cualquier punto del amplio océano era territorio de los sirecornios, así que es difícil poder localizarlo en un mapa. Junto a una de las simas más profundas se alzaba el palacio del rey Horn, padre de Glittersea, construido con los cráneos de sus enemigas, las grandes ballenas susurrantes. El cómo un sirecornio había derrotado a semejantes monstruos, erradicando su especie de la faz de la tierra, y había utilizado sus restos para construirse  una palacio para después coronarse rey, es materia de otra leyenda. Hoy vamos a hablar sobre aquel día en que Glittersea conoció a Rinkaku, la serpiente de un solo ojo.
Rinkaku era un reptil con suerte. O al menos eso pensaba él. Sí, había perdido un ojo cuando un tiburón había atacado a su familia, pero, ¿quién necesita dos ojos? La agudeza visual de Rinkaku no tenía rival y siempre había pensado que eso de la visión periférica estaba sobrevalorado. ¿Profundidad? ¿Quién la necesitaba? En las oscuras aguas donde las serpientes marinas vivían, cualquiera que apareciera a ojo de serpiente estaba muerto. A pesar de esa desventaja, Rinkaku había crecido fuerte y sano, sus escamas carmesíes relucían mientras se deslizaba, majestuoso, entre los corales luminosos. El mero brillo de su ojo, rojo y maligno, hacía que las criaturas marinas huyeran despavoridas. Y eso le hacía sentir poderoso.
Un día como otro cualquiera, mientras paseaba perezoso por su zona de caza habitual, su ojo se posó en una criatura que nunca antes había visto. Tenía un cuerpo esbelto y luminoso, mitad pez y mitad… algo más. Rinkaku no había visto nunca un caballo, un unicornio o tan siquiera un pony, así que no podía hacer comparaciones. La larga cola de pez era fuerte, adornada con escamas que brillaban con todos los colores del arco iris. La parte superior del cuerpo, tenía dos patas terminadas en aletas y un cuello largo que terminaba en una cabeza coronada por un largo cuerno. Largas crines blancas salían de ese cuello y se mecían al son de la corriente. El cuerno, de un blanco nacarado, brillaba por sus propios medios e iluminaba a la criatura al completo. Rinkaku se sintió fascinado. Era algo nuevo. Era hermoso. Era misterioso.
Debía ser destruido.

martes, 12 de septiembre de 2017

Una breve aclaración, a modo de prólogo

Mi estimado colega parece dudar de la existencia de los sirecornios, pero cualquier erudito especializado en entes marinos primigenios sería capaz de confirmarle, sin ningún genero de dudas, que dichas criaturas existieron (y tal vez aún existen) en nuestros mares.
No está documentado ningún avistamiento reciente de estos maravillosos seres, pero diferentes escritos celtas y egipcios narran cómo los sirecornios emigraron a los simas más profundas de los océanos tras la caída de la legendaria Atlantis, guiados por una de las más famosas sirocornias de la antigüedad, la princesa Glittersea, de la que se decía que poseía una cola de escamas multicolores capaz de dejar ciego al más voraz megalodón.
Desgraciadamente, los escritos que han llegado a nuestras manos no son más que relatos épicos sobre Glittersea y otros de sus coetáneos, transmitidos originalmente a través de la tradición oral, hasta convertirse en apenas cuentos de hadas para aquellos que desconocen que estas maravillosas criaturas, los sirecornios, existieron realmente.
En posteriores entradas espero (si mis capacidades de traducción me acompañan) poder ofrecer algunas de las historias que han llegado hasta nuestros días.